Ana y Marcos.

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Ana conoció a Marcos en un garito de Madrid. Él era de familia acomodada, de esas con apellido importante que salen en las crónicas de sociedad. La típica, que cuando traes una chica a casa, te preguntan: «de quien es hija?». Pues señores, de mi padre y de mi madre.

Marcos vivía solo en un ático en plena Castellana y en su tiempo libre jugaba al padel. Ana en un piso compartido con dos compañeras de facultad y en su tiempo libre trabajaba para poder pagarse los estudios.

Tenían muy poco en común, poco a nada. Pero les unía el sentimiento. Eran dos polos opuestos. Según el dicho, los polos opuestos se atraen, pero nunca leemos la letra pequeña, la que te recuerda que lo que al principio une (las diferencias que gustan por curiosidad a lo desconocido), es lo que final, te acaba separando.

Ana era una chica de ideas claras, pero no podía evitar el escalofrío que le recorría el cuerpo cuando se le pasaba por la mente el momento de conocer a su familia. Pues aunque digan que éste mundo es de todos… en el fondo sabemos que existen los paralelos. Tenía miedo de no encajar pese a ser la pieza perfecta.

A los 5 meses de relación, Marcos le dijo que quería presentársela a sus padres. Triple escalofrío para Ana. Tras mucho pensarlo al final se decidió a dar el paso. Total, era hora de salir de dudas.

En el fondo la tranquilizaba pensar que pese a ser de clase social diferente, la madre de Marcos venia de familia humilde como ella. Conoció a su padre con 18 años cuando se mudó a Madrid para abrirse paso en el mundo de la moda. Se casaron al año y por el camino perdió su vocación.

Creía que la pieza dura de roer era el padre. En las fotos siempre sale serio y con aire de distancia. No quiso darle muchas vueltas al tema, pues aunque siempre te haces una idea preconcebida, los matices nunca alcanzas a imaginarlos. No sabes si te servirán la carne poco hecha, o cual será la música que suene de fondo en el lujoso restaurante.

Llegado el día, Marcos recogió a Ana y de camino al restaurante, mientras él conducía, Ana sacó la barra de labios color rojo y se la puso. Marcos la observó y entonó: «mi madre siempre dice que el color rojo es un error en los banquetes, corres el riesgo de acabar con la pintura en las mejillas». Era un inocente comentario, pero a Ana le transmitió mala sensación. Ni que comieran como indios… Pensaba Ana en su interior.

Sus padres los esperaban en la barra del recibidor del restaurante. Desde lejos se podía apreciar el collar de brillantes que lucia la madre.

Ella es Ana. Dijo Marcos. La madre dibujó  media sonrisa en su rostro. Parecía sorprendía. Ana es realmente guapa.

Al principio de la cena el ambiente estaba tenso, nadie sabia como romper el hielo. Así que, fue la madre quien comenzó con la tanda de preguntas. A medida que avanzaba la cena Ana se dio cuenta que en su mente todo fue al contrario.

El padre era un hombre amable y con gran sentido del humor. En cambio, la madre según aumentaba los minutos, las preguntas escondían una doble moral. Soltó perlas como: cuando termines la carrera que piensas hacer?. No lo sé señora, de momento solo pienso en terminar. No me gusta hacer planes más allá de la semana. Nunca sabes qué va a pasar. Respondió ella.

Pues con 25 años ya eres mayorcita para pensar en tu futuro no crees, Ana?. Esa pregunta la dejó totalmente descolocada.

Fueron una larga lista de comentarios, todos fuera de lugar y por muy surealista que parezca, estaba sucediendo.

Cuando Ana se pone nerviosa se lleva la mano a sus pendientes y le da por ajustarlos. Marcos conocía perfectamente esa manía de ella y, aun así, permaneció impasible, sin ser capaz de dar una aire nuevo a la conversación o al menos quitarle hierro a la tensión.

Fue justo en ese momento, en ese punto de inflexión, cuando Ana entendió en un minuto, lo que llevaba 5 meses intentando comprender. Siempre tendría que esforzarse 3 veces mas de lo necesario y suficiente si quería encajar en ese mundo que al principio creía de todos y al final resultó ser de unos pocos.

Recordó la frase que su padre siempre le decía, cuando venia cabreado del trabajo. «Tanto tienes, tanto vales». Trabajaba en la construcción.

Superó con creces la soberbia de la madre y la cobardía de Marcos. Eso último, fue lo que llevó a Ana a concluir que sería la primera, única y última cena.

Con educación y templanza espero a que todo terminara. Hay personas que visten de Chanel sin saber que la falta de educación, denota la falta de clase.

Quizá Ana pensó, que la actitud de la madre se debía al instinto protector de evitar que se acercara a su hijo por su fortuna. Se cree el ladrón que todos son de su condición.

En cualquiera de los casos, Ana lo tenía claro. A mitad de la cena había perdido a Marcos con esa imagen de sumisión hacia la madre.

En realidad fue Marcos quien perdió a Ana.

Porque hay trenes que es mejor dejar pasar. Hacen mas paradas de las que creías y descubres que caminando, hubieras llegado mucho antes.

Una vez fuera del restaurante, Ana decidió que volvía sola a casa y Marcos dijo:

– Ana, por qué te vas?.

– Hay cosas que el dinero no puede comprar, para todo lo demás, MasterCard.

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